En la naturaleza, como en las sociedades humanas, los recursos son limitados. Por ello, todo lo que se destina a la reproducción no se destina a otras funciones o a crecer; y eso quiere decir que los recursos que se dedican a la línea germinal, esto es, a producir gametos o a alimentar a la progenie, no se dedican a funciones o tareas que favorezcan la supervivencia. Por eso, un animal que destina una parte importante de sus recursos a reproducirse dispone de menos recursos para su propio mantenimiento y para aumentar de tamaño, y por esa razón, su vida suele ser más corta.
En la naturaleza se producen diferentes combinaciones del binomio “esfuerzo reproductor-tasa de supervivencia”, de manera que hay un continuo que va de un modo de vida más rápido (baja supervivencia-alto esfuerzo reproductor) a uno más lento (alta supervivencia-bajo esfuerzo reproductor). Y además, de ninguna de las combinaciones posibles se puede decir que sea la mejor o la más idónea. Eso es algo que depende, normalmente, de las condiciones ambientales.
El modo de vida rápido es ventajoso cuando hay abundancia de recursos y son los individuos de mayor tamaño los que experimentan con mayor intensidad el efecto de los factores ambientales que causan la muerte; bajo esas condiciones conviene reproducirse cuanto antes, aunque ello limite las posibilidades de supervivencia. Sin embargo, cuando hay mucha competencia por los recursos y los factores causantes de mortalidad inciden sobre todo en los animales menores, lo más ventajoso es adquirir un gran tamaño cuanto antes; por esa razón se retrasa el inicio de la actividad reproductora, y luego se destina a esa actividad una proporción de los recursos adquiridos relativamente pequeña.
Ese es el esquema general, un esquema que ha sido sistematizado en el marco de la denominada “teoría de los ciclos de vida”. Esa teoría ha sido verificada empíricamente en numerosas ocasiones, aunque también se han encontrado excepciones, normalmente atribuibles a la incidencia de factores singulares, no contemplados en el marco general. Uno de esos factores singulares puede ser la capacidad o el hábito de hibernar de los individuos de algunas especies. Me refiero aquí a especies de mamíferos.
La hibernación consiste en la adopción de un modo de vida en que no se desarrolla ninguna actividad aparente y el metabolismo se reduce de manera significativa por debajo del nivel basal. Hay diferentes formas de hibernar, ya que los mamíferos de pequeño tamaño que lo hacen suelen incurrir en una hipotermia (reducción de la temperatura corporal) muy severa y una supresión prácticamente total de las funciones fisiológicas. Otros mamíferos de mayor tamaño, como los osos, no reducen demasiado la temperatura corporal, pero suprimen parte de sus actividades y limitan considerablemente otras.
La hibernación ha sido considerada tradicionalmente como un modo de ahorrar energía durante periodos de duración variable en los que las condiciones ambientales son muy exigentes. Cuando escasea el alimento puede salir a cuenta renunciar a adquirirlo y evitar, de ese modo, gastar; eso justificaría el letargo propio de la condición hibernante. También puede salir a cuenta hibernar cuando hace tanto frío que se necesita gastar demasiada energía para producir el calor necesario para mantener la temperatura corporal constante.
Pero además del ahorro energético que permite, hay quien sostiene que la hibernación sirve también, o sirve sobre todo, para evitar la mortalidad por depredación, porque la hibernación se suele producir en cavidades subterráneas u otros refugios que no son fácilmente accesibles para los depredadores. Y al parecer, es cierto que la hibernación está asociada con una alta probabilidad de supervivencia. De hecho, es cinco veces más probable que muera un pequeño mamífero durante la estación activa que durante el periodo de letargo invernal.
Como se ha señalado antes, la hibernación constituye un factor que afecta a determinadas especies y que puede dar lugar a que se modifiquen algunos de los rasgos del ciclo de vida con relación a las predicciones de la teoría demográfica antes citada. Una variable clave en este contexto es la duración potencial de la vida o longevidad máxima. Se trata de una característica que no está necesariamente vinculada a la tasa de mortalidad determinada por factores ambientales. Esto es, cuando un animal consigue mantenerse a salvo de los factores ambientales potencialmente letales (patógenos, depredadores, temperaturas extremas u otros) llega a vivir el máximo tiempo que su naturaleza le permite. Por las razones dadas antes, una alta longevidad máxima suele ser característica de animales de vida “lenta”, y lo contrario ocurre con la longevidad baja.
Pues bien, si nos fijamos en los animales que hibernan, veremos que se diferencian claramente del resto en ese aspecto. La longevidad máxima de los hibernantes es significativamente mayor que la que predice su masa corporal. Un mamífero de 50 g que hiberna podría, por ejemplo, llegar a tener una vida un 50% más larga (2,8 años) que la de uno que no hiberna. En coherencia con ese dato, también se ha observado que los mamíferos que hibernan tienen un esfuerzo reproductor más bajo que los que no lo hacen. Y, como es lógico, los hibernantes alcanzan la madurez sexual más tarde y tienen tiempos de generación más largos (necesitan más tiempo para generar un determinado número de crías). Así pues, la condición de hibernante va asociada, efectivamente, a una vida más “lenta”, por lo que las predicciones de la teoría demográfica de los ciclos de vida han de ser modificadas o matizadas para tener en cuenta la incidencia de ese factor.
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