lunes, 19 de marzo de 2012

El puente de Tacoma Narrows


La resonancia es uno de los fenómenos físicos más espectaculares y divertidos.  Lo notamos cuando cantamos en la ducha, pulsamos el botón del microondas o empujamos el columpio del niño.  Su estructura interna es bastante sencilla: una fuerza externa periódica con la frecuencia adecuada, un sistema que no quiere moverse de donde está, quizá algo de disipación (energética, se entiende), y poco más.  Es capaz de hacer estallar copas, hundir puentes y si los Piratas del Caribe lo usan adecuadamente, pueden conseguir que arriba sea abajo y volcar un barco.

Me refiero al puente de Tacoma Narrows.  Durante décadas, los profes de Física lo hemos utilizado como ejemplo de libro cuando explicamos el tema de la resonancia, y los libros de texto suelen incluirlo con profusión de fotografías. El libro de Física de  Giancoli afirma que el colapso del puente fue debido a un fenómeno resonante ocurrido “como resultado de fuertes ráfagas de viento impulsados al claro en un movimiento oscilatorio de gran amplitud.” El de Serwett-Jewett lo explica en términos similares: “fue destruido por las vibraciones de resonancia … los vórtices generados por el viento que soplaba a través del puente se produjeron a una frecuencia que coincidió con la frecuencia natural de oscilación del puente.”
Sin embargo, el que considero mejor libro de texto en física general (el Tipler) ni siquiera menciona el puente.  Y otro libro me dice que “hay dudas al respecto”.  ¿Qué dudas va a haber?  ¿Quién osa poner en duda el ejemplo de los ejemplos?  Molesto por tamaña falta de fe, me dispuse a averiguar la verdad.  Y lo cierto es que, en cierto modo, todos tienen razón.  Hubo resonancia en el puente de Tacoma Narrows, pero no fue esa la causa de su colapso.

Pongámonos en situación.  Nos vamos a los EEUU de los años treinta, época de crisis económica en la que el Estado invierte fuertemente en infraestructuras (¿les suena?).  La ciudad de Tacoma, en el noroeste del país, necesita un puente para conectarse con la península de Kitsap, al norte. El resultado fue un hermoso puente colgante, inaugurado el 1 de julio de 1940. Su forma recuerda al famoso Golden Gate de San Francisco, y era sólo algo más pequeño: más de 1.800 metros de longitud, con una separación de 850 metros entre soportes.  Fue en su momento el tercer puente más grande del mundo, una mole compuesta por miles de toneladas de acero y cemento, diseñado para durar.  Y duró, ciertamente.  Exactamente cuatro meses y seis días.

Ya desde su nacimiento estaba claro que el puente de Tacoma era algo especial.  Y no precisamente por su diseño o sus dimensiones –que también– sino porque disfrutaba de una particularidad única: era el único puente del mundo que hacía doblete como atracción de feria.  Los suaves vientos de la zona hacían que el tablero del puente subiese y bajase cada pocos segundos.  Evidentemente, eso no era lo que debía suceder, pero al público le encantó.  Los conductores recorrían decenas de kilómetros para cruzar por “Gertrudis galopante,” como la bautizaron los obreros que la construyeron.  Eso eran buenas noticias, no sólo para el turismo local, sino para la cuenta de resultados del puente, que era de peaje.

El motivo de las galopadas de Gertrudis es la resonancia.  Veamos cómo es eso posible, y con esto comienza la clase de hoy.  En la naturaleza existen muchos sistemas que, alejados de la posición de equilibrio, tienden a volver a él.  Eso le sucede, por ejemplo, a un muelle cuando lo estiramos, o a un péndulo cuando lo separamos de la horizontal. Eso implica una fuerza que tiende a restaurar el estado inicial.  Cuando esa fuerza es proporcional a la distancia que el cuerpo se ha alejado del equilibrio, tenemos el llamado movimiento armónico simple.  La solución es sencilla: el sistema efectúa un movimiento sinusoidal con una frecuencia angular ωo (también llamada frecuencia natural). Le pondría la consabida fórmula “x igual A por coseno etc, etc” pero me he apostado que no voy a incluir ni una sola ecuación en este artículo.  Manías que me han dado hoy.  De momento, voy ganando.

La naturaleza, por su parte, suele imponer fuerzas disipativas (viscosidad, rozamiento, amortiguamiento magnético), así que ni el muelle ni el péndulo van a estar oscilando eternamente, y la amplitud de las oscilaciones se va reduciendo con el tiempo.  Para compensarlo, podemos efectuar una fuerza externa.  Es lo que todo abuelo que se precie hace con el columpio de su nieto.

Tenemos, pues, tres fuerzas en juego: la fuerza recuperadora, que depende de la posición del cuerpo; la fuerza disipativa, que podemos representarla como algo proporcional a la velocidad, y por último la fuerza externa que hacemos para que el sistema no se pare.  Si esa última fuerza es sinusoidal (e incluso si es periódica, es decir, que va repitiéndose con el tiempo), tenemos el llamado movimiento armónico forzado.  La expresión para su movimiento es similar a la anterior, pero con algunas diferencias.  La más significativa es que la amplitud A ya no es constante, sino que depende de los parámetros del sistema.

Lo divertido del caso viene cuando la frecuencia de la fuerza externa coincide con la frecuencia ωo.  En ese caso tenemos el fenómeno de la resonancia: la amplitud A puede tomar valores muy grandes, incluso para fuerzas externas pequeñas.  Lo que sucede entonces es que la energía que recibe el sistema, por así decirlo, es absorbida por el sistema en su forma más eficiente.  Las oscilaciones crecen tanto más cuanto menor sean las fuerzas disipativas; y si éstas son muy pequeñas, el sistema oscilará como si se lo llevasen los diablos.
Eso lo vemos a diario.  Las vibraciones de la maquinaria suelen deberse a que oscilan en una frecuencia resonante.  Cuando conectamos el móvil, las ondas entran en resonancia con un circuito que sirve para aumentar su intensidad. También el abuelo que ve a su nieto en el columpio lo sabe.  Por eso empuja con una cadencia igual a la frecuencia natural del sistema, y con una intensidad tal que el columpio no oscile más de lo debido.

Y eso es lo que sucedió en el puente de Tacoma Narrows.  En ese caso, el papel de abuelo lo hacía el viento, que soplaba transversalmente.  El puente estaba formado por un tablero horizontal y dos paneles verticales a los lados (todo sujeto a dos grandes torres por medio de la consabida maraña de cables), de forma que si le diésemos un corte transversal tendríamos una figura en forma de H, con el trazo horizontal mucho más largo que los verticales.  El viento viene horizontalmente, digamos de izquierda a derecha.  Cuando topa con el panel izquierdo, se desdobla en dos flujos de aire, que recorren el puente.  Pero como el puente carecía de línea aerodinámicas, el aire formaba remolinos en la parte superior, y también en la inferior.

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