Hay especies emparentadas entre sí que viven en ambientes térmicos muy dispares. Unas viven en mares ecuatoriales y otras en aguas polares. Cuando ocurre eso, lo normal es que las características de las enzimas metabólicas (Vmax y KM) [1] sean tales que funcionen perfectamente a las temperaturas propias de las aguas en las que vive cada especie. También es normal que haya diferencias en la composición lipídica de las membranas celulares de unas y otras especies.
Las de las especies de aguas frías tienen una mayor proporción de lípidos insaturados, porque esos lípidos proporcionan una mayor fluidez a la membrana y gracias a esa mayor fluidez los procesos que dependen de esa característica no se ven paralizados por los efectos del frío. En aguas calientes ocurre lo contrario, los lípidos de membrana tienen un mayor grado de saturación y gracias a ello, las membranas no alcanzan una fluidez excesiva. Ese fenómeno se denomina “adaptación homeoviscosa” y junto con el ajuste enzimático citado, permite mantener similares tasa metabólicas bajo diferentes condiciones térmicas y, por lo tanto, similares niveles de actividad.
Hay un aspecto en la adaptación a medios de muy diferente régimen térmico que ha sido poco estudiado hasta ahora; es el de la conducción del impulso nervioso y, en concreto, el del efecto de la temperatura sobre la apertura y cierre de los canales iónicos que intervienen. Los impulsos nerviosos consisten en despolarizaciones transitorias de la membrana neuronal que se desplazan a lo largo del axón; a esas despolarizaciones, que cursan con extraordinaria rapidez, se las denomina “potenciales de acción”.
El potencial de acción es un fenómeno “todo-o nada” que se produce porque hay unos canales de sodio en la membrana axónica que se abren cuando sube el potencial de membrana, y se disipan por dos razones: porque los anteriores canales de sodio se inactivan rápidamente, y porque hay otros canales, estos de potasio, que se abren a continuación, aunque más lentamente. De forma muy resumida puede decirse que al abrirse los canales de sodio en respuesta a una (incluso ligera) elevación del potencial de membrana, este catión entra en la célula y hace que la cara interna de la membrana adquiera carga eléctrica neta positiva; posteriormente, cuando se abren los de potasio, sale este otro catión del interior de la célula y de esa forma es el exterior de la membrana la que adquiere la carga neta positiva, quedando negativa la cara interior.
En realidad ocurren algunas cosas más, porque también hay una bomba de sodio/potasio que saca sodio y mete potasio, y algún que otro ión más que también puede moverse a un lado y otro de la membrana, pero lo esencial es lo que ocurre con los dos principales cationes animales, el sodio y el potasio.
Se da la circunstancia de que el canal de sodio no es demasiado sensible al cambio térmico, pero el de potasio sí lo es. La cinética de la apertura y cierre de un canal de potasio es muy dependiente de la temperatura. Por esa razón, siempre se había pensado que las especies que viven en aguas polares tendrían canales muy diferentes de los de las que viven en aguas calientes. De otra forma, si las neuronas de una especie del océano antártico tuviesen, por ejemplo, el mismo canal de potasio que las de una del mar Caribe, los canales de potasio de la especie polar tardarían tanto en abrirse que no sería posible que se generasen secuencias de potenciales de acción (secuencias de impulsos nerviosos). De ocurrir eso, el sistema no podría funcionar, porque para que funcione es imprescindible que el potencial de membrana, tras elevarse debido a la entrada de sodio en la neurona, descienda por la posterior salida de potasio. Sin ese descenso no volverían a desencadenarse nuevos potenciales de acción; o sea, no habría señales nerviosas, al menos tal y como las conocemos.
Y no solo se había pensado que los canales de las especies de aguas calientes y los de las especies de aguas frías serían diferentes, sino que, además, esas diferencias obedecerían a diferentes secuencias de nucleótidos en el gen que codifica la proteína que configura el canal.
Esta cuestión se ha analizado recientemente y para ello se han utilizado, como modelos animales, dos especies de pulpos. Una pertenece al género Pareledone, habitante típico de aguas que se encuentran a -1’8ºC, en las que esos animales viven desde hace bastantes millones de años. La otra es Octopus vulgaris procedente de aguas de Puerto Rico, donde la temperatura fluctúa entre los 25ºC y 35ºC. Pues bien, resulta que los investigadores analizaron los ortólogos (las dos secuencias de genes homólogos) del gen del canal de K+ y se encontraron con la sorpresa de que esas secuencias eran muy parecidas, demasiado como para que puediran explicar, por sí mismas, el que ambos canales funcionen con normalidad a temperaturas tan diferentes. Solo diferían en cuatro posiciones.
Los investigadores contemplaron, entonces, la posibilidad de que la adaptación térmica fuese el resultado de algún mecanismo postranscripcional. Y evaluaron si en este caso se produce lo que se conoce como “edición del ARN” (RNA editing), proceso mediante el cual la información contenida en una molécula de ARN se ve alterada por un cambio químico en su composición de nucleótidos. Y efectivamente, encontraron que se produce tal edición, dando lugar a que numerosas tripletas que debían haber sido decodificadas como adenina fuesen leidas como guanosina. El ARN del pulpo antártico había sido editado en 18 sitios, nueve de los cuales habían provocado cambios en la secuencia de aminoácidos del canal iónico, y el del pulpo tropical había sido editado en 15 sitios, de los que 10 habían dado lugar a cambios en la secuencia de aminoácidos.
Y resultó que tres de los sitios dieron lugar a cambios funcionales en las propiedades del canal. Los dos sospechosos de propiciar la adaptación al calor ejercían efectos de similares características en la cinética de apertura y cierre del canal: ambos hacían más lento el cierre y la inactivación del canal. Y de los dos sospechosos de propiciar la adpatación al frío, uno de ellos resultó tener un efecto mínimo, mientras el otro (I321V) ejercía efectos muy importantes sobre la cinética del canal, entre los que destacaba la duplicación de la velocidad de cierre.
Finalmente, los investigadores pensaron que si la edición del codón I321 constituye un mecanismo de adaptación al frío, era esperable que en otros pulpos adaptados al frío también se produjese el mismo fenómeno y que, con carácter general, el grado de edición de ese codón fuera diferente en función de la temperatura característica de la localidad propia de cada especie de pulpo. Y, efectivamente, existe una relación negativa muy clara entre el grado de edición de ese codón y la temperatura ambiental; esto es, cuanto menor era la temperatura característica de las aguas de las que procedía el pulpo, mayor era el porcentaje de edición que experimentaba el codón. Así pues, la última fase del estudio sirvió para confirmar que la adaptación al frío de la función nerviosa de los pulpos se basa, en una importante medida al menos, en la edición postranscripcional del ARN.
En todo caso, y sea cual sea el mecanismo preciso que interviene, lo que muestran investigaciones como esta es que las herramientas de que disponen los animales para adaptarse a muy diferentes condiciones ambientales son variadas y muy versátiles. Y gracias a ellas pueden llegar a exhibir una flexibilidad enorme, flexibilidad que les permite adaptarse a un abanico muy amplio de condiciones ambientales.
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